El abuso sufrido por la cantante después de que un hombre alterara y publicara unas fotos de la artista en las que parecía estar desnuda abre el debate sobre el peligro que puede representar para las mujeres el avance de la tecnología
Revista Digital – Información de Mercados
Si estáis al tanto de la actualidad popcultural, os habréis enterado de que Rosalía ha sufrido un abuso repugnante por parte de un reguetonero semiconocido que, en un intento de llamar la atención, ha editado unas fotos de la cantante para que pareciera que salía desnuda. Muchos recordaréis esa época en la que, cada poco tiempo, se filtraban imágenes íntimas de famosas, violación terrorífica cuya gravedad no siempre supimos valorar. En este caso, el tirabuzón se retuerce, pues se expone el cuerpo de la artista (o el cuerpo entrecomillado; un cuerpo que en ese momento se lee como el de Rosalía) sin que ella haya sido siquiera partícipe en la creación de la instantánea. Imagino la sensación de extrañeza al verse a sí misma y no reconocerse del todo; también el sentimiento de usurpación al descubrirse sexualizada, reducida a broma y exhibida frente a un mundo ansioso por consumirla. Digo que lo imagino pero, en realidad, soy incapaz de reproducir dentro de mí, en mis propias carnes, el tipo de angustia que ella habrá experimentado. Ocurre que la empatía llega hasta cierto punto: el dolor es, por fortuna o por desgracia, intransferible.
Según ha contado él mismo (me niego a nombrarle y concederle lo que busca), la herramienta utilizada para tan vulgar fechoría ha sido Photoshop, ergo nada demasiado sofisticado pese a su eficacia. Dicho eso, en cuanto yo supe del incidente pensé inmediatamente en una cosa: la inteligencia artificial y, en concreto, el peligro al que nos enfrentamos las mujeres con su desarrollo. No hace falta leer a Simone de Beauvoir para percibir que, si bien el progreso trae consigo avances en derechos y libertades, también maneras más sutiles y refinadas de herir a humanos vulnerables. Ciencia y tecnología están sujetas a un contexto; son producto de un contexto y se utilizan en ese contexto y, dado que nuestro contexto es misógino, no sobra —entre la excitación y el jolgorio por cómo nos responde ChatGPT— prepararnos para las posibles derivas misóginas de su aplicación.
El diciembre pasado se estrenó en España Mantícora, película de Carlos Vermut que versa sobre los límites (legales y morales) de la fantasía. En la cinta, el protagonista se sirve de la realidad virtual para ejecutar un deseo de carácter pedófilo, inspirándose en el hijo de su vecina —un niño que desde luego existe— para diseñar al personaje de apariencia infantil que le acompaña en ese mundo inexistente. El debate que se plantea es el siguiente: ¿cómo juzgar lo que en verdad no ha pasado? A estas alturas, la mayoría de vosotros ya os habréis topado con algún deepfake; uno de esos vídeos en los que una cara conocida (la de Donald Trump, por ejemplo) dice cosas que la persona a quien esa cara pertenece nunca dijo. Hasta hace pocos años era relativamente fácil detectar errores en los gestos faciales, pequeñas pistas que revelaban al espectador que lo que estaba observando era solo un artificio, pero de un tiempo a esta parte resulta casi imposible discernir. En Rogue One: una historia de Star Wars, la Princesa Leia aparece con el rostro de una joven Carrie Fisher cuando, en realidad, fue interpretada por otra actriz, la noruega Ingvild Deila. Rogue One se estrenó en 2016 y la inteligencia artificial aprende a ritmo trepidante.
Se me ocurren infinidad de ámbitos en los que esto va a suponer un problema. Intuyo que, para empezar, los procesos democráticos van a verse profundamente alterados, pues cada día va a complicarse más la ya ardua tarea de identificar la verdad. Para seguir: sospecho que el adelanto tecnológico adoptará formas particularmente inquietantes en ese complejísimo escenario que es el sexo (y la industria sexual). Vuelvo así al tema que nos ocupa: las mujeres. Si ya lo tenemos chungo para hacer comprender conceptos sencillos como el de consentimiento, si ya existimos bajo la amenaza de que hombres rencorosos difundan imágenes que enviamos en un marco de confianza y privacidad, si un número preocupante de rupturas terminan en obsesiones que culminan en feminicidios… si la cotidianidad presenta obstáculos de esta índole, cómo no temer el uso que se dará a una herramienta tan poderosa.
Fuente: Vogue.es